Algunos insectos son capaces de producir sonidos frotando partes de su cuerpo (estridulación). Este comportamiento se asocia principalmente con los grillos, los saltamontes y ciertos escarabajos. El mecanismo básico de funcionamiento consta de una estructura con un borde aserrado que se desplaza sobre una superficie finamente ondulada, a modo de lima, que vibra de forma parecida al desplazamiento de una aguja de fonógrafo sobre un disco de vinilo. En el mundo de la ornitología también tenemos aves que se valen de un mecanismo análogo para el cortejo sexual.
Saltarín alitorcido (Machaeropterus deliciosus) |
Fotofrafía de Andres Vasquez Noboa. Tropical Birding Tours |
Estos epacios reciben el nombre de
lek, vocablo sueco que significa ‘arena’,
entendida como un sitio de ‘combate’ individual. Los lek permiten a las hembras observar varios machos en poco tiempo. Entre
todas las exhibiciones que hacen los machos de estas especies, no hay ninguna
tan original como la del saltarín alitorcido (Machaeropterus deliciosus), capaz de estridular un sonido único
con sus alas. A diferencia de otros saltarines de su familia, los machos
alitorcidos tienen un repertorio vocal muy reducido pero son capaces de emitir
un sonido mecánico único valiéndose de su plumaje. Sus plumas alares secundarias
(conectadas al cúbito) están muy
modificadas, con un raquis doblado cerca del ápice y de apariencia encrespada. La
forma de estas plumas fue descrita por primera vez por el zoólogo británico Philip Sclater en 1860.
Charles Darwin citó este descubrimiento en su obra “El origen del
Hombre”. Estaba fascinado por estas aves. Veía en ellas un ejemplo convincente
de cómo las hembras podían provocar un cambio evolutivo por la influencia de
sus preferencias de apareamiento, un proceso que llamó selección sexual. Volveremos sobre este tema al final del artículo.
Los zoólogos norteamericanos Richard Prum y Kimberly Bostwick han estudiado a fondo la biología de esta especie. Utilizando cámaras que filman hasta mil cuadros por segundo, treinta veces más que una cámara tradicional, Bostwick registró los aleteos de estos pájaros en los Andes ecuatorianos. Los vídeos revelaron que los machos de saltarín llevan “un violín” incorporado en sus plumas secundarias, muy diferentes en estructura respecto a las de las hembras.
El violín es un instrumento muy refinado. Su sonido es mucho más complejo que el de una batería (en la que percuten dos elementos a la vez) o una flauta (en la que un flujo de aire circula a través de estructuras delgadas). Los violines implican fricción y requieren cámaras de resonancia. Precisan que una estructura se mueva a través de otra, un arco a través de una cuerda, originando sonidos de diversas frecuencias.
Estas oscilaciones alares son producidas por movimientos rápidos y laterales de las muñecas del ave, los más rápidos que se han observado jamás en músculos de vertebrados. Para resistir el batido repetido de sus alas, han desarrollado huesos de ala compactos (y no huecos, como en el resto de las aves). Además, es posible que al estar unidas a una masa sólida, las vibraciones de las plumas no sean absorbidas o transmitidas al hueso sino emitidas libremente al aire como sonido. De esta forma, la selección sexual ha perfilado un esqueleto alar que, aunque resta prestaciones para el vuelo, está bien adaptado a su nueva función.
Cortejo de un macho a una hembra. Fotografía de Tim Laman |
Muchos biólogos evolutivos sostienen que los caracteres que tienen una función relacionada con la atracción de pareja sexual, como la cola de un pavo real o el sonido de un saltarín alitorcido, están relacionados con rasgos biológicos como la calidad genética o la fertilidad. Según esta perspectiva, la selección sexual sería como una sucursal de la selección natural. Prum, sin embargo, defiende que la belleza existe y evoluciona simplemente porque es atractiva para el observador y porque existe sobre ella una preferencia completamente arbitraria y no basada en una señal de capacidad de supervivencia o salud.
Esta hipótesis no es nueva, y de hecho Prum nos recuerda que fue el propio Darwin quien concibió la evolución de la belleza de esta manera, independiente de la selección natural. En 1860, escribió a su amigo norteamericano, el botánico Asa Gray: “La visión del plumaje de la cola de un pavo real, siempre que la miro, ¡me pone enfermo!”. No había una explicación lógica a esa la cola tan exuberante, tan perjudicial para la supervivencia del macho, que lo hace más vulnerable frente a posibles depredadores.
En el contexto de la selección
sexual, Darwin creía que entraban en
juego dos mecanismos evolutivos distintos. El primero, que denominó la “ley de la batalla”, era la lucha entre
individuos de un mismo sexo, sobre todo machos, por el control sobre los
individuos del otro sexo. Formuló la hipótesis de que la batalla por el control
sexual esculpiría cuerpos grandes y “armas” agresivas, como cuernos, astas y
espuelas. El segundo mecanismo de selección sexual, que llamó “gusto por la belleza”, tenía que ver más
con el proceso por el que los individuos, a menudo las hembras, eligen a su
pareja en función de sus propias preferencias innatas. De esta forma, la
elección de pareja estaría en el origen de la existencia de muchos de los
rasgos tan placenteros y bellos que observamos en el mundo animal. Esos rasgos
ornamentales incluyen desde melodías y plumajes coloridos hasta las más complejas
exhibiciones de pájaros.
Cuando se publicó, en 1871, esta
teoría fue recibida con muchos reparos. Aunque el concepto de competencia entre
machos se aceptó sin problemas, idea muy fácil de calar en la cultura
patriarcal victoriana de la época, la hipótesis de que las hembras sean capaces
de formular evaluaciones sensoriales y mostrar preferencias entre parejas
potenciales tuvo menos éxito. Se replicó que los animales carecen de las
capacidades sensoriales, cognitivas y del libre albedrío necesarios para
formular elecciones sexuales basadas en los rasgos y los adornos que se exhiben
durante el cortejo. Por lo tanto, era imposible que fueran agentes activos de
su propia evolución.
José Antonio López Isarría