23 junio 2019

Ciencia y seudociencia

En 1921, algunos vecinos del norte de Southampton descubrieron que las botellas que los repartidores de leche dejaban en la entrada de sus viviendas aparecían con sus tapones perforados. En poco tiempo, este misterioso suceso se extendió por las localidades vecinas y más tarde por toda Inglaterra. Pronto se supo que los responsables eran unos pájaros del entorno. Lo hacían para consumir la nata sobrenadante de la leche.



Las especies implicadas en esta conducta eran principalmente herrerillos (Cyanistes caeruleus), y en menor medida, carboneros (Parus major) y gorriones (Passer domesticus). En 1949 se publicó un detallado estudio que documentaba cómo sucedió la trasmisión de esta conducta. Todo indicaba que algún individuo habría descubierto que al perforar el tapón de las botellas de leche obtenía una deliciosa recompensa. En los siguientes veinte años, el hábito se extendió a toda la población inglesa de herrerillos, estimada en un millón de individuos. El biólogo de origen neozelandés Allan C. Wilson sugirió como posible explicación un proceso que denominó propagación social. Los herrerillos no suelen alejarse más que unos pocos kilómetros de su nido, así que la existencia de este hábito en lugares que se hallen alejados más de 20-30 km probablemente signifique un nuevo episodio de descubrimiento. Posteriormente, un extraordinario proceso de aprendizaje colectivo difundió esta conducta a toda la población. 

Herrerillo (izquierda) y carbonero (derecha)

Con cierto retraso, el hábito apareció también en Europa continental, especialmente en Suecia, Dinamarca y Holanda. Los registros procedentes de Holanda son de especial interés porque el reparto de leche se interrumpió durante la Segunda Guerra Mundial y no volvió a restablecerse hasta 1947. Como los herrerillos viven sólo unos pocos años, probablemente ningún ejemplar que había adquirido el hábito con anterioridad sobrevivió hasta esa fecha. A pesar de ello, el ataque a las botellas de leche no tardó en reaparecer: Parece evidente que este comportamiento se inició de nodo simultáneo en muchos lugares distintos e implicó a muchos individuos.

Herrerillo común posado en el sello de aluminio de una botella de leche
Curiosamente, unos pájaros que también eran muy comunes en la zona, los petirrojos (Erithacus rubecula), no aprendieron nunca a hacerlo. De vez en cuando y de forma aislada, un petirrojo perforaba el tapón, pero este conocimiento no se transmitía al resto de sus congéneres.  Ambas especies tienen, en principio, el mismo potencial de recursos para la comunicación: color, movimientos y canto. Quizá la explicación resida en el distinto comportamiento social. Los herrerillos son gregarios en otoño e invierno, y pueden agruparse en bandadas de 8-10 individuos. Esta sociabilidad podría facilitar la comunicación. Por el contrario, los petirrojos son territoriales y solitarios. Los machos (y las hembras en algunos momentos del año) fijan unas fronteras en su territorio que no se pueden cruzar. Rara vez se comunican fuera de estas relaciones antagónicas.


Sería, pues, un bonito ejemplo de lo que el biólogo John Tyler Bonner definió como “cultura animal”, es decir,  la transmisión de información por medio del comportamiento, en concreto a través de la enseñanza y el aprendizaje. Nótese que en este caso no es precisa la “intención” del individuo experimentado de enseñar sus habilidades a otros para que exista aprendizaje social. 


Se ha estudiado si el éxito de un individuo en adquirir cierta habilidad mejora en caso de poder imitarla de otro individuo que ya la posee. Algunos autores postulan que el ritmo de difusión de un nuevo comportamiento se incrementa con el número de individuos que lo aprenden, algo análogo a lo que ocurre con la diseminación de una epidemia, porque cada nuevo  enfermo se convierte en vector de contagio. Esta clase de modelos, llamados autocatalíticos, incluyen una fase inicial durante la cual cada individuo adicional que adquiere el nuevo hábito actúa como “enseñante involuntario” ante los que aún no lo han adquirido. De esta forma pudo ocurrir la rápida difusión de la habilidad de abrir botellas de leche en Inglaterra. 

Rupert Sheldrake
El bioquímico británico Rupert Sheldrake tiene una explicación alternativa. Este investigador ha creado el concepto de campo mórfico, según el cual, ciertos fenómenos, biológicos (como la conducta) o físicos (como la cristalización mineral) se hacen más probables a medida que ocurren más veces, y una vez fijados, pueden extenderse a poblaciones o muestras que no están en contacto con la pionera. Además, los nuevos comportamientos adquiridos serían heredados por generaciones posteriores.

La hipótesis sostiene que todas las nuevas formas, tanto vivas como inertes, proceden de un “orden implícito creativo” generado por un campo mórfico, y evolucionan conforme a la costumbre de organizarse de uno u otro modo. Por ejemplo, cuando cristaliza por vez primera una sustancia química no existe ninguna resonancia mórfica anterior, pues es un evento primigenio. Tiene que crearse un nuevo campo mórfico. Entre la gran variedad de maneras energéticamente posibles en que la sustancia podría cristalizar, sólo una cobra realidad. Y no sólo eso, la próxima vez que esta sustancia cristalice en cualquier lugar del mundo, la resonancia mórfica de los primeros cristales aumentará la posibilidad de esta misma pauta de cristalización, y así sucesivamente. A medida que la pauta se convierte en algo cada vez más habitual, aparece una memoria acumulativa. Como consecuencia, el cristal tenderá a formarse más fácilmente en todo el mundo.

Carbonero común perforando el sello de aluminio de una botella de leche
Según Sheldrake, los organismos vivos no sólo heredarían los genes, sino también los campos mórficos. Los genes se reciben materialmente de los antepasados, y permiten elaborar ciertos tipos de biomoléculas. Los campos mórficos se heredarían de un modo no-material, por medio de la resonancia mórfica, no sólo de los antepasados directos, sino también de los demás miembros de la especie. El organismo en desarrollo se sincroniza con los campos mórficos de su especie, sobre la base de una memoria mancomunada o colectiva.

Según este autor, su teoría explicaría el fenómeno de la transmisión del hábito perforador de los herrerillos en Europa. Así mismo, explicaría otros procesos complejos, como la coordinación casi milimétrica de ciertas bandadas de aves y cardúmenes de peces, una coordinación sincrónica que de momento (y a su juicio) no ha encontrado una explicación científica razonable. También está relacionada con la teoría de las superestructuras o superorganismos, y explica el funcionamiento de hormigueros y otro tipo de colonias de individuos sociales que en biología se estudian como organismos vivos en sí mismos.

Bandada de estorninos
En 1981, tras la publicación del libro A new science of life, en el que Sheldrake presentó su teoría de campos mórficos, la revista Nature publicó un editorial firmado por su editor jefe, John Maddox, titulado “¿Un libro para quemar?”. En dicho editorial se podía leer:

 [...] los argumentos de Sheldrake son un ejercicio de seudociencia... Muchos lectores quedarán con la impresión de que Sheldrake ha tenido éxito en encontrar un lugar para la magia en la discusión científica; y esto, de hecho, puede haber sido parte del objetivo de escribir un libro así.

La hipótesis de campos mórficos es muy imaginativa pero carece de base empírica. Tiene, al menos, tres graves inconvenientes: invoca un ente inmaterial imposible de refutar (un orden implícito creativo), apela a la credulidad de un concepto delirante (el campo mórfico) y admite la existencia de una herencia no-material de los campos mórficos por medio de una denominada resonancia mórfica que colisiona con las leyes de la herencia biológica que conocemos. Los humildes herrerillos nos han brindado la oportunidad de comprobar la difusa línea que, a veces, separa la ciencia de la seudociencia.  

José Antonio López Isarría