En 1921, algunos vecinos del
norte de Southampton descubrieron que las botellas que los repartidores de
leche dejaban en la entrada de sus viviendas aparecían con sus tapones
perforados. En poco tiempo, este misterioso suceso se extendió por las
localidades vecinas y más tarde por toda Inglaterra. Pronto se supo que los
responsables eran unos pájaros del entorno. Lo hacían para consumir la nata
sobrenadante de la leche.
Las especies implicadas en
esta conducta eran principalmente herrerillos (Cyanistes caeruleus), y en menor medida, carboneros (Parus major) y gorriones (Passer domesticus). En 1949 se publicó
un detallado estudio que documentaba cómo sucedió la trasmisión de esta conducta. Todo
indicaba que algún individuo habría descubierto que al perforar el tapón de las
botellas de leche obtenía una deliciosa recompensa. En los siguientes veinte años, el hábito se extendió a toda la
población inglesa de herrerillos, estimada en un millón de individuos. El biólogo de origen neozelandés Allan C. Wilson sugirió como posible explicación un proceso que
denominó propagación social. Los herrerillos no suelen alejarse más que unos pocos
kilómetros de su nido, así que la existencia de este hábito en lugares que se hallen
alejados más de 20-30 km probablemente signifique un
nuevo episodio de descubrimiento. Posteriormente, un extraordinario proceso de aprendizaje
colectivo difundió esta conducta a toda la población.
Herrerillo (izquierda) y carbonero (derecha)
Con cierto retraso, el hábito
apareció también en Europa continental, especialmente en Suecia, Dinamarca y
Holanda. Los registros procedentes de Holanda son de especial interés porque el
reparto de leche se interrumpió durante la Segunda Guerra Mundial y no volvió a
restablecerse hasta 1947. Como los herrerillos viven sólo unos pocos años,
probablemente ningún ejemplar que había adquirido el hábito con anterioridad sobrevivió hasta esa fecha. A pesar de ello, el ataque a las botellas de leche
no tardó en reaparecer: Parece evidente que este comportamiento se inició de nodo
simultáneo en muchos lugares distintos e implicó a muchos individuos.
Herrerillo común posado en el sello de aluminio de una botella de leche |
Curiosamente, unos pájaros
que también eran muy comunes en la zona, los petirrojos (Erithacus rubecula), no aprendieron nunca a hacerlo. De vez en
cuando y de forma aislada, un petirrojo perforaba el tapón, pero este
conocimiento no se transmitía al resto de sus congéneres. Ambas especies tienen, en principio, el mismo potencial de recursos para la comunicación: color, movimientos y canto. Quizá la explicación resida en el distinto comportamiento social. Los
herrerillos son gregarios en otoño e invierno, y pueden agruparse en bandadas
de 8-10 individuos. Esta sociabilidad podría facilitar la comunicación. Por el
contrario, los petirrojos son territoriales y solitarios. Los machos (y las
hembras en algunos momentos del año) fijan unas fronteras en su territorio que
no se pueden cruzar. Rara vez se comunican fuera de estas relaciones antagónicas.
Sería, pues, un bonito
ejemplo de lo que el biólogo John Tyler
Bonner definió como “cultura animal”, es decir, la transmisión de información por medio del
comportamiento, en concreto a través de la enseñanza y el aprendizaje. Nótese
que en este caso no es precisa la “intención” del individuo experimentado de enseñar sus
habilidades a otros para que exista aprendizaje social.
Se ha estudiado
si el éxito de un individuo en adquirir cierta habilidad mejora en caso de poder imitarla de otro individuo que
ya la posee. Algunos autores postulan que el ritmo de difusión de un
nuevo comportamiento se incrementa con el número de individuos que lo aprenden,
algo análogo a lo que ocurre con la diseminación de una epidemia, porque cada
nuevo enfermo se convierte en vector de
contagio. Esta clase de modelos, llamados autocatalíticos,
incluyen una fase inicial durante la cual cada individuo adicional que adquiere
el nuevo hábito actúa como “enseñante involuntario” ante los que aún no lo han
adquirido. De esta forma pudo ocurrir la rápida difusión de la habilidad de
abrir botellas de leche en Inglaterra.
Rupert Sheldrake |
El bioquímico británico Rupert Sheldrake tiene
una explicación alternativa. Este investigador ha creado el concepto de campo mórfico, según el cual, ciertos fenómenos, biológicos (como
la conducta) o físicos (como la cristalización mineral) se hacen más probables
a medida que ocurren más veces, y una vez fijados, pueden extenderse a
poblaciones o muestras que no están en contacto con la pionera. Además, los
nuevos comportamientos adquiridos serían heredados por generaciones
posteriores.
La hipótesis sostiene que
todas las nuevas formas, tanto vivas como inertes, proceden de un “orden
implícito creativo” generado por un campo
mórfico, y evolucionan conforme a la costumbre de organizarse de uno u otro
modo. Por ejemplo, cuando
cristaliza por vez primera una sustancia química no existe ninguna resonancia
mórfica anterior, pues es un evento primigenio. Tiene que crearse un nuevo campo mórfico. Entre la gran variedad de
maneras energéticamente posibles en que la sustancia podría cristalizar, sólo
una cobra realidad. Y no sólo eso, la próxima vez que esta sustancia cristalice
en cualquier lugar del mundo, la resonancia mórfica de los primeros cristales
aumentará la posibilidad de esta misma pauta de cristalización, y así
sucesivamente. A medida que la pauta se convierte en algo cada vez más
habitual, aparece una memoria acumulativa.
Como consecuencia, el cristal tenderá a formarse más fácilmente en todo el
mundo.
Carbonero común perforando el sello de aluminio de una botella de leche |
Según Sheldrake, los organismos vivos no sólo heredarían los genes, sino
también los campos mórficos. Los
genes se reciben materialmente de los antepasados, y permiten elaborar ciertos
tipos de biomoléculas. Los campos
mórficos se heredarían de un modo no-material, por medio de la resonancia
mórfica, no sólo de los antepasados directos, sino también de los demás
miembros de la especie. El organismo en desarrollo se sincroniza con los campos
mórficos de su especie, sobre la base de una memoria mancomunada o colectiva.
Según este autor, su teoría
explicaría el fenómeno de la transmisión del hábito perforador de los
herrerillos en Europa. Así mismo, explicaría otros procesos complejos, como la
coordinación casi milimétrica de ciertas bandadas de aves y cardúmenes de
peces, una coordinación sincrónica que de momento (y a su juicio) no ha
encontrado una explicación científica razonable. También está relacionada con
la teoría de las superestructuras o superorganismos, y explica el
funcionamiento de hormigueros y otro tipo de colonias de individuos sociales
que en biología se estudian como organismos vivos en sí mismos.
Bandada de estorninos |
En 1981, tras la publicación
del libro A new science of life, en
el que Sheldrake presentó su teoría
de campos mórficos, la revista Nature publicó un editorial firmado por
su editor jefe, John Maddox, titulado “¿Un libro para quemar?”. En dicho
editorial se podía leer:
[...] los argumentos de Sheldrake son un
ejercicio de seudociencia... Muchos lectores quedarán con la impresión de que
Sheldrake ha tenido éxito en encontrar un lugar para la magia en la discusión
científica; y esto, de hecho, puede haber sido parte del objetivo de escribir
un libro así.
La hipótesis de campos mórficos es muy imaginativa pero carece de base empírica. Tiene, al menos,
tres graves inconvenientes: invoca un ente inmaterial imposible de refutar (un orden implícito creativo), apela a la
credulidad de un concepto delirante (el campo
mórfico) y admite la existencia de una herencia no-material de los campos
mórficos por medio de una denominada resonancia
mórfica que colisiona con las leyes de la herencia biológica que conocemos.
Los humildes herrerillos nos han brindado la oportunidad de comprobar la difusa
línea que, a veces, separa la ciencia de la seudociencia.
José Antonio López Isarría