La historia de la introducción de escribanos cerillos británicos (Emberiza citrinella) en Nueva Zelanda es poco conocida aunque muy bien documentada. Gracias al abundante registro histórico del que se dispone, podemos reconstruirla con gran precisión, incluyendo detalles tan concretos como los barcos que los transportaron, las tasas de supervivencia animal a bordo, el tamaño de la población importada y los lugares de liberación. Pero, ante todo, es un magnífico ejemplo de ecología práctica.
Las introducciones de
animales propiciadas por los seres humanos han sido numerosas. Muy conocida es
la que protagonizaron los prolíficos conejos en Australia. Fueron importados en
1788 para explotar su carne en granjas y recintos adaptados. Una mañana de octubre
de 1859, un colono inglés llamado Thomas Austin liberó
veinticuatro ejemplares en su propiedad con el único fin de recuperar su
afición por la caza. La idea tuvo unos efectos tan devastadores que aún no han
podido ser neutralizados. El pequeño mamífero encontró un terreno fértil para
expandirse sin límite. La abundancia de espacio y alimento, la falta de
depredadores naturales y su gran potencial reproductor causaron la dispersión
más rápida de un mamífero jamás observada en el mundo.
Valla Rabbit Proof, hoy
conocida como State Barrier Fence
A mediados del siglo XX la
plaga estaba fuera de control. El conejo colonizó dos tercios del territorio
(quedando al margen el norte tropical) y alcanzó los 600 millones de
ejemplares. Se tomaron todo tipo de medidas desesperadas como trampas, venenos
y caza incentivada. Se instalaron alambradas de miles de kilómetros para aislarlos de las zonas de cultivo y pasto. La introducción de un depredador
natural como el zorro rojo resultó aún más desastrosa, pues prefirió atacar
presas más lentas y fáciles, como las aves y los marsupiales. Solo la llegada
del virus de la mixomatosis redujo drásticamente las poblaciones. Pero los
conejos supervivientes se hicieron resistentes al virus y, con el tiempo, hubo
una recuperación parcial de la población. El coste de esta invasión para la
economía australiana se estima en unos 350 millones de dólares al año.
Hembra y macho de escribano cerillo
Nuestra historia trata de
una invasión mucho menos conocida cuyos protagonistas son unos pájaros
británicos que fueron enviados hace más de un siglo y medio a Nueva Zelanda.
Fruto de sucesivas oleadas de colonización humana, este conjunto de islas
alberga un número considerable de plantas y animales foráneos (no nativos), y
se utiliza a menudo como modelo para estudiar los efectos de las introducciones
humanas. Las aves exóticas han sido un foco particular de atención de la
investigación para comprender el efecto del denominado “esfuerzo de introducción”.
Este concepto, también conocido como “presión del propágulo”, es una medida que
estima el número de individuos no-nativos liberados en una región. Esta incluye
el número total de individuos en cada episodio de invasión (tamaño del
propágulo), así como el número de eventos de liberación (número de propágulos). Se sabe que si el esfuerzo
de introducción es lo suficientemente grande, tiene el potencial de superar las
limitaciones biológicas de la especie invasora y la resistencia intrínseca de
las comunidades nativas al establecimiento de dicha especie.
Grillos Teleogryllus y orugas Mythimna
Las introducciones de aves
en Nueva Zelanda comenzaron a mediados del siglo XIX bajo los auspicios de las
denominadas Sociedades de Aclimatación, fundadas con el objetivo expreso de
naturalizar especies exóticas. Los escribanos cerillos fueron importados como un agente de control biológico para reducir las plagas
de insectos, sobre todo orugas de polillas (Mythimna separata) y grillos negros
(Teleogryllus commodus). Las especies de aves nativas, obviamente, no pudieron
hacer el trabajo debido a que sus poblaciones se estaban extinguiendo al ritmo
de la destrucción de sus hábitats.
Lo más sorprendente es que
el escribano fuera elegido para capturar insectos,
ya que es un ave principalmente granívora. Se estima que un 70% de su dieta es
de origen vegetal. Sólo durante la época de cría, las parejas reproductoras
incrementan sus capturas de insectos (orugas y grandes mosquitos) para
alimentar a los pollos y juveniles en sus primeras semanas de vida, un
comportamiento frecuente en otros granívoros europeos. A pesar de las primeras
quejas de los agricultores, los miembros de las sociedades de aclimatación
tardaron más de 15 años en darse cuenta de su error. Hubo que esperar
hasta 1880 para que el escribano cerillo
fuera incluido en la lista de aves granívoras.
Hay que señalar que las
Sociedades de Aclimatación no estaban constituidas por aficionados. Sus
miembros incluían científicos de cierta reputación, aunque en campos de
conocimiento alejados de la ornitología (por ejemplo botánicos, historiadores o
geólogos). Esta historia ilustra, pues, la enorme brecha que existía entre la
experiencia científica y agrícola de la época, tanto en Inglaterra como en
Nueva Zelanda.
La aclimatación de los
escribanos fue muy rápida. Las condiciones ambientales de las islas ayudaron al
establecimiento y a la dispersión. Con un clima no muy diferente del británico
y una deforestación que afectaba a grandes áreas del paisaje, ya en marcha
incluso antes de la llegada de los colonos ingleses, se prodigaron los hábitats
transformados en campos de cultivo y pastos, ideales para el ave.
Al éxito de su
establecimiento contribuyó también la legislación local. Una ley de Protección
promulgada al efecto prohibió la captura de pájaros importados bajo sanción de
la correspondiente multa en caso de incumplimiento. Los dos depredadores
nativos, el halcón de Nueva Zelanda (Falco novaeseelandiae) y el búho moteado
de Tasmania (Ninox novaeseelandiae) fueron perseguidos para aliviar la presión.
Hay que recordar que los europeos habían introducido con anterioridad gatos y ratas,
potenciales predadores de pájaros. Sin embargo, estas y
otras aves de origen europeo se adaptaron muy bien al riesgo de predación que
tienen estos mamíferos de su rango
nativo.
Búho moteado de Tasmania y halcón de Nueva Zelanda
La primera advertencia sobre
el comportamiento destructivo de escribanos cerillos a las cosechas de
cereal llegó ya a mediados de la década de 1860, incluso antes de que comenzaran
las introducciones a gran escala. El número de voces contrarias aumentó a
medida que los agricultores comenzaron a experimentar las consecuencias
directas de la dispersión de escribanos. Tanto se fueron cargando de razón que,
a partir de los primeros meses de 1880, comenzaron a eliminarlos en grandes
cantidades usando todos los medios a su alcance: destrucción de huevos,
envenenamiento y capturas masivas.
En 1902, el ave fue declarada especie peligrosa y toda la Isla Sur se dividió en ocho
partes para mejorar los esfuerzos coordinados en el combate contra la plaga del
ave. Tres años después, las Sociedades de Aclimatación introdujeron un nuevo
depredador, la lechuza (Athene noctua) sin tomar en consideración su posible
impacto sobre poblaciones de aves nativas, que ya estaban en regresión. A
finales de 1920 se llegó a escribir que los escribanos debían considerarse
entre las aves más dañinas jamás introducidas en Nueva Zelanda. Tras décadas de
persecución sin tregua, el escribano cerillo ya no se considera una amenaza
grave para la agricultura de Nueva Zelanda, aunque sigue catalogado como plaga
para los cultivos.
El protagonista de nuestra historia es una de las siete especies de escribanos que
nidifican en nuestro país. Su tamaño es un poco mayor que el de un gorrión. El
macho reproductor tiene la cabeza y el vientre de un brillante color amarillo,
con el antifaz de tres bandas característico de los escribanos, aunque un poco
desdibujado. El pecho y el obispillo muestran una contrastada tonalidad rojiza.
El plumaje de la hembra se asemeja al del macho durante el periodo invernal,
con una coloración más apagada, grisácea y parda, y los tonos amarillos son más
pálidos y de menor extensión
En nuestro país habita la subespecie
citrinella, la misma que vive en la mayor parte de Europa. Se distribuye por toda la franja norte de la Península siempre en altitudes superiores a los 800 metros. Prefiere zonas
frescas y con abundantes precipitaciones, por lo que hacia el sur de su área de
distribución tiende a instalarse en áreas montañosas. En estas regiones se
frecuenta pastizales, bosquetes de especies caducifolias, setos, matorrales y
arbolado disperso. En regiones costeras del Cantábrico abunda en campiñas y
prados con matorral. En invierno, desciende a cotas más bajas, empujado por los
rigores del clima. Las poblaciones más norteñas de Europa son migradoras. La
región mediterránea alberga poblaciones residentes e individuos invernantes que
proceden tanto del norte del continente como de poblaciones parcialmente
migradoras de centroeuropa.
Se da la circunstancia de
que si bien el escribano cerillo está hoy muy extendido y es abundante en Nueva
Zelanda, en el Reino Unido ha experimentado una rápida disminución de la
población. Estudios recientes han demostrado que alcanza densidades tres veces
más altas allí que en hábitats similares de su área de distribución originaria
europea. La causa principal del declive de las poblaciones británicas parece
ser la intensificación agraria y, en concreto, la menor disponibilidad invernal
de semillas como uno de sus efectos más importantes. En España está también en
regresión y, tal como ya expusimos en nuestro artículo del pasado 31 mayo 2017, es una de las especies que más vulnerables a los efectos
del cambio climático.
Esta historia repite errores
pasados en el peligroso proceso de introducción artificial de especies
biológicas en lugares alejados de su área nativa. Con el agravante de que, en
este caso, se parte de un desconocimiento total (y de efecto letal) sobre el
hábito alimentario de la especie elegida. Además, al error inicial le sucede
toda una batería de medidas desesperadas, mal calculadas, que no hacen sino
agravar las consecuencias. El hecho triste es que, al final, la “herramienta”
biológica usada para ayudar a los agricultores en el control de plagas acabó
siendo muy perjudicial para sus cosechas.
José Antonio López Isarría