21 enero 2020

Una lección aprovechable

El próximo mes de abril se cumplirán 22 años del desastre ecológico que supuso la rotura de una balsa de decantación en la mina de Aznalcóllar (Sevilla). El accidente produjo un vertido masivo de aguas ácidas y lodos tóxicos con altas concentraciones de metales pesados que causó una gran conmoción en la opinión pública debido al potencial impacto ambiental sobre el Parque Nacional de Doñana.


Los accidentes que causan graves impactos en el ambiente, muchas veces a consecuencia de la mala gestión de riesgos que caracteriza a la sociedad industrial y tecnológica en la que vivimos, ocurren con más frecuencia de lo deseable. Algunos de estos desastres tienen una gran repercusión en los medios de comunicación, quizá en respuesta a la creciente sensibilización ambiental de nuestro tiempo. Sin embargo, pasado algún tiempo, la noticia va perdiendo interés informativo aunque no desaparezca el problema. De hecho, muchas veces sus efectos van más allá del impacto inicial y pueden tener graves consecuencias a medio o largo plazo sobre la fauna en particular y el ecosistema en general.

Vista aérea de la rotura de la balsa. Imagen: Universidad de Granada
En la mina de pirita de Aznalcóllar, el proceso de lavado del mineral junto con los residuos y los reactivos empleados, provocaba la acidificación del agua y su contaminación con cobre, zinc, hierro, plomo y sulfatos. Por esta razón, estas aguas se almacenaban para ser sometidas a un proceso de decantación y posterior depuración antes de ser vertidas al río Agrio.

Complejo minero de Aznalcóllar. Fuente: diario El País
La rotura de la balsa de residuos en la madrugada del día 25 de abril de 1998 provocó el vertido de unos 6.000 millones de litros de lodos y aguas ácidas que se desbordaron durante 40-50 km sobre las riberas de los ríos Agrio y Guadiamar, con una anchura variable entre 500 y 1.000 metros, afectando así a una superficie de 4.600 hectáreas. La superficie de los suelos quedó cubierta por un espesor de lodo que llegó hasta los 3 metros en las cercanías de la balsa minera. La vida en los ríos quedó gravemente afectada, llegándose a recoger 30.000 kg de peces y 200 kg de cangrejos muertos. De la superficie afectada por el vertido, un 56% pertenecía al Parque Natural de Doñana y un 2 % al Parque Nacional. El vertido no alcanzó más superficie protegida gracias a la rápida construcción de tres muros de contención.

Operarios de la Agencia de Medio Ambiente recogen peces muertos en una zona próxima a Doñana el 29 de abril de 1998. Agencia EFE
La flora y fauna acuática está expuesta en forma natural a una amplia variedad de contaminantes cuya concentración depende tanto de procesos geoquímicos naturales como de actividades humanas. Desde los diminutos organismos que habitan las aguas hasta los grandes animales acuáticos, las criaturas piscícolas se sitúan, normalmente, a la cabeza de cualquier cadena trófica, siendo los primeros eslabones que acumulan y traspasan los elementos tóxicos que llegan a su medio procedentes de las presas que capturan. Y entre esos elementos, los denominados “metales pesados” se cuentan entre los más peligrosos

Riada de aguas y lodos contaminados que arrasaron las riberas del río Guadiamar. 24 de mayo de 1998. Fotografía de la agencia EFE
Existen varias maneras de definir el término “metal pesado”. Si atendemos a la densidad, se consideran “pesados” aquellos metales que tienen valores entre 4-7 g/cm³.  Si nos referimos al peso atómico, cualquier catión (ion que tiene carga positiva) que tenga un valor superior a 23 se considera un metal pesado.

La peligrosidad de estos elementos reside en que no pueden ser degradados ni química ni biológicamente y, en consecuencia, pueden acumularse en los organismos vivos hasta alcanzar concentraciones mayores que la que tienen en los alimentos (bioacumulación) provocando efectos tóxicos de muy diverso carácter.

Fuente: diario El País

Desde el punto de vista ambiental, los que causan más problemas son el mercurio, el plomo, el cadmio, el talio, el cobre, zinc y el cromo. Estos metales pueden provocar la mortalidad de la fauna piscícola o el envenenamiento del ganado. Las sales solubles en agua de estos metales son muy tóxicas y bioacumulables por los organismos que los absorben. Otros metales como el hierro, calcio, magnesio o manganeso tienen efectos menos nocivos y solo modifican ciertas características del agua como el color, la dureza o la salinidad.

La principal ruta de exposición de los animales a la contaminación por metales es la dieta y, en menor medida, la inhalación. Una vez que han ingresado en el organismo, su permanencia varía según el elemento y la especie afectada. Por ejemplo, en mamíferos, la vida media del cadmio es de 20-30 años mientras que la del arsénico o el cromo es sólo de horas o días. Además de la dosis y del tiempo de exposición, la toxicidad de los metales depende también de la forma química en que se encuentren, de su disponibilidad y de la sensibilidad del individuo expuesto, relacionada ésta con factores tales como el tamaño, la edad, el sexo, el estado nutricional, la fase del ciclo vital y sus características genéticas. Esta es la razón por la que se han detectado efectos adversos en pollos expuestos a niveles que resultan inocuos para los adultos de su especie.

Nivel de los lodos alcanzados en el vertido.
Los metales se han asociado tradicionalmente con una gran variedad de efectos adversos para la salud: mutagénicos, carcinogénicos, neurológicos, cardiovasculares, hematológicos, gastrointestinales e inmunológicos. Esta diversidad en cuanto a toxicidad es un reflejo de la variedad de mecanismos a través de los cuales pueden actuar, a diferencia de algunos contaminantes orgánicos, como los pesticidas, caracterizados por unos mecanismos de acción bien definidos.

Los efectos abarcan desde la muerte del animal (efectos letales), generalmente asociada a una intoxicación aguda, hasta sutiles cambios bioquímicos, fisiológicos e incluso etológicos (efectos subletales). Éstos son más frecuentes en la naturaleza y también más preocupantes por su repercusión en la viabilidad de las poblaciones silvestres. Los efectos subletales suelen derivar de una exposición prolongada a niveles de contaminantes que se sitúan por debajo del umbral de toxicidad. Aunque normalmente no conllevan la muerte inmediata del animal, al alterar su fisiología o comportamiento sí afectan a su eficacia biológica (a su capacidad de para dejar descendientes). Pese a que las concentraciones de metales en el vertido de Aznalcóllar fueron muy elevadas, los estudios realizados con ejemplares recolectados inmediatamente después del accidente mostraron que los niveles alcanzados en los tejidos de la mayor parte de las especies de aves estudiadas fueron subletales.


La bióloga Raquel Baos, gran conocedora del impacto que causó el vertido, ha puesto de manifiesto que son los efectos a largo plazo los que plantean mayores incógnitas, sobre todo cuando la exposición a los contaminantes tiene lugar durante la fase de desarrollo, ya que pueden provocar efectos latentes no detectables hasta que los individuos afectados alcanzan la madurez reproductora. Esta investigadora señala que un producto químico no tiene que ser necesariamente letal para considerarse perjudicial o dañino para la salud; puede serlo por medio de efectos más sutiles dentro del organismo, por ejemplo, alterando el sistema hormonal o el sistema inmune y provocando efectos a más largo plazo sobre la reproducción.

Unas herramientas de uso extendido en el estudio de los efectos subletales son los llamados biomarcadores, que pueden definirse como cualquier cambio a nivel bioquímico, celular, fisiológico o de comportamiento susceptible de ser medido en un organismo vivo que evidencie el efecto tóxico de uno o más contaminantes. Ante la enorme dificultad de llevar a cabo un amplio estudio de biomarcadores sobre todos y cada uno de los componentes de un ecosistema surge la necesidad de identificar especies susceptibles de ser usadas como “centinelas” o bioindicadores ambientales.

La función de estas especies es la de alertar de los posibles riesgos que la exposición a los contaminantes podría suponer tanto para la salud humana como para la del resto de seres vivos del ecosistema. Para que una especie pueda ser considerada como “centinela” es necesario que cumpla una serie de requisitos relacionados, entre otros, con su sensibilidad al tóxico, con su distribución geográfica y con el nivel trófico que ocupe. Son muchas las especies de aves que cumplen estas condiciones y por eso son elegidas como bioindicadoras.

Canario utilizado como bioindicador de monóxido de carbono (CO). Fuente: US bureau of mines. 1928
El uso de las aves como especies “centinelas” no es reciente. Por ejemplo, los canarios (Serinus canaria) han sido utilizados durante siglos en las minas de carbón para detectar fugas de monóxido de carbono en las galerías. Durante los años sesenta y setenta del siglo pasado, otras aves recibieron especial atención como “centinelas” del DDT (un tipo de insecticida organoclorado) tras descubrirse que la exposición a este tipo de sustancias provocaba el adelgazamiento de la cáscara de los huevos. Estos venenos provocaron el declive de poblaciones de rapaces como el águila calva (Haliaeetus leucocephalus) o el halcón peregrino (Falco peregrinus) en EEUU, Canadá o Reino Unido, así como el de varias especies de gaviotas, cormoranes o charranes en la zona de los Grandes Lagos de Norteamérica.

Águila calva (Haliaeetus leucocephalus)
Precisamente, dentro del mundo de las aves, las rapaces son excelentes especies centinela ya que se conocen bien desde el punto de vista de su biología, comportamiento y ecología, son fáciles de observar, viven en amplias áreas geográficas y pueden acumular altos niveles de metales pesados y metaloides en sus cuerpos por su condición de consumidores finales en la cadena trófica.

Halcón peregrino (Falco peregrinus)
Boliden, la empresa sueca propietaria de la mina, se marchó de España en 2001 y dejó miles de toneladas de zinc en Aznalcóllar. Se ha cifrado en unos 500 millones de euros el dinero aportado por las administraciones públicas para detener el impacto de la catástrofe y recuperar la zona. Sólo en el transcurso del año 1998, se retiraron 7 millones de metros cúbicos de suelos contaminados gracias al trabajo de casi 1.000 personas.

Aunque cueste creerlo, veintidós años después del desastre, la actividad ha vuelto la mina. Tras un concurso convocado por la Junta de Andalucía para adjudicar la explotación del yacimiento, la empresa  Minera Los Frailes (Grupo México) ha iniciado gestiones para su reapertura. Está a la espera de los permisos medioambientales de las administraciones central y autonómica. La empresa prevé que en tres o cuatro años pueda comenzar a extraerse metal.

Desde que la Junta anunció su intención de reabrirla en 2013, los habitantes de Aznalcóllar han buscado en la mina la solución al severo desempleo local (cercano al 30%). El nuevo proyecto minero contempla que anualmente se generarán 170.0000 TM de concentrado de zinc, 50.000 de plomo y 20.000 de cobre. La fase de explotación durará en torno a 17 años. 

Se atribuye al político francés Camille Sée la frase "dicen que la historia se repite, pero lo cierto es que sus lecciones no se aprovechan”. Esperemos que esta vez sí hayamos aprendido la lección.

José Antonio López Isarría