El próximo mes de abril se
cumplirán 22 años del desastre ecológico que supuso la rotura de una balsa de
decantación en la mina de Aznalcóllar (Sevilla). El accidente produjo un
vertido masivo de aguas ácidas y lodos tóxicos con altas concentraciones de
metales pesados que causó una gran conmoción en la opinión pública debido al
potencial impacto ambiental sobre el Parque Nacional de Doñana.
Los accidentes que causan
graves impactos en el ambiente, muchas veces a consecuencia de la mala gestión
de riesgos que caracteriza a la sociedad industrial y tecnológica en la que
vivimos, ocurren con más frecuencia de lo deseable. Algunos de estos desastres
tienen una gran repercusión en los medios de comunicación, quizá en respuesta a
la creciente sensibilización ambiental de nuestro tiempo. Sin embargo, pasado
algún tiempo, la noticia va perdiendo interés informativo aunque no desaparezca el problema. De hecho, muchas veces sus efectos van más allá del impacto inicial y pueden tener graves consecuencias a medio o largo plazo sobre la fauna en
particular y el ecosistema en general.
Vista aérea de la rotura de la balsa. Imagen: Universidad de Granada |
En la mina de pirita de
Aznalcóllar, el proceso de lavado del mineral junto con los residuos y los
reactivos empleados, provocaba la acidificación del agua y su contaminación con
cobre, zinc, hierro, plomo y sulfatos. Por esta razón, estas aguas se almacenaban para ser sometidas a un
proceso de decantación y posterior depuración antes de ser vertidas al río
Agrio.
Complejo minero de Aznalcóllar. Fuente: diario El País |
La rotura de la balsa de residuos en la madrugada del día 25 de abril de 1998 provocó el vertido de unos 6.000 millones de litros de lodos y aguas ácidas que se desbordaron
durante 40-50 km sobre las riberas de los ríos Agrio y Guadiamar, con una
anchura variable entre 500 y 1.000 metros, afectando así a una superficie de
4.600 hectáreas. La superficie de los suelos quedó cubierta por un espesor de
lodo que llegó hasta los 3 metros en las cercanías de la balsa minera. La vida en los ríos
quedó gravemente afectada, llegándose a recoger 30.000 kg de peces y 200 kg de
cangrejos muertos. De la superficie afectada por el vertido, un 56% pertenecía
al Parque Natural de Doñana y un 2 % al Parque Nacional. El vertido no alcanzó
más superficie protegida gracias a la rápida construcción de tres muros de
contención.
Operarios de la Agencia de Medio Ambiente recogen peces muertos en una zona próxima a Doñana el 29 de abril de 1998. Agencia EFE |
La flora y fauna acuática
está expuesta en forma natural a una amplia variedad de contaminantes cuya
concentración depende tanto de procesos geoquímicos naturales como de actividades
humanas. Desde los diminutos organismos que habitan las aguas hasta los grandes
animales acuáticos, las criaturas piscícolas se sitúan, normalmente, a la
cabeza de cualquier cadena trófica, siendo los primeros eslabones que acumulan
y traspasan los elementos tóxicos que llegan a su medio procedentes de las
presas que capturan. Y entre esos elementos, los denominados “metales pesados”
se cuentan entre los más peligrosos
Riada de aguas y lodos contaminados que arrasaron las riberas del río Guadiamar. 24 de mayo de 1998. Fotografía de la agencia EFE |
Existen varias maneras de
definir el término “metal pesado”. Si atendemos a la densidad, se consideran
“pesados” aquellos metales que tienen valores entre 4-7 g/cm³. Si nos referimos al peso atómico, cualquier
catión (ion que tiene carga positiva) que tenga un valor superior a 23 se
considera un metal pesado.
La peligrosidad de estos
elementos reside en que no pueden ser degradados ni química ni biológicamente y,
en consecuencia, pueden acumularse en los organismos vivos hasta alcanzar
concentraciones mayores que la que tienen en los alimentos (bioacumulación) provocando efectos tóxicos de muy diverso
carácter.
Fuente: diario El País
Desde el punto de vista
ambiental, los que causan más problemas son el mercurio, el plomo, el cadmio, el talio, el cobre, zinc y el cromo. Estos metales pueden provocar la mortalidad de la fauna
piscícola o el envenenamiento del ganado. Las sales solubles en agua de estos
metales son muy tóxicas y bioacumulables por los organismos que los absorben. Otros
metales como el hierro, calcio, magnesio o manganeso
tienen efectos menos nocivos y solo modifican ciertas características del agua
como el color, la dureza o la salinidad.
La principal ruta de
exposición de los animales a la contaminación por metales es la dieta y, en
menor medida, la inhalación. Una vez que han ingresado en el organismo, su permanencia
varía según el elemento y la especie afectada. Por ejemplo, en mamíferos, la
vida media del cadmio es de 20-30
años mientras que la del arsénico o
el cromo es sólo de horas o días. Además
de la dosis y del tiempo de exposición, la toxicidad de los metales depende
también de la forma química en que se encuentren, de su disponibilidad y de la
sensibilidad del individuo expuesto, relacionada ésta con factores tales como
el tamaño, la edad, el sexo, el estado nutricional, la fase del ciclo vital y
sus características genéticas. Esta es la razón por la que se han detectado efectos
adversos en pollos expuestos a niveles que resultan inocuos para los adultos de
su especie.
Nivel de los lodos alcanzados en el vertido. |
Los metales se han asociado
tradicionalmente con una gran variedad de efectos adversos para la salud: mutagénicos,
carcinogénicos, neurológicos, cardiovasculares, hematológicos, gastrointestinales
e inmunológicos. Esta diversidad en cuanto a toxicidad es un reflejo de la
variedad de mecanismos a través de los cuales pueden actuar, a diferencia de algunos
contaminantes orgánicos, como los pesticidas, caracterizados por unos
mecanismos de acción bien definidos.
Los efectos abarcan desde la
muerte del animal (efectos letales),
generalmente asociada a una intoxicación aguda, hasta sutiles cambios
bioquímicos, fisiológicos e incluso etológicos (efectos subletales). Éstos son más frecuentes en
la naturaleza y también más preocupantes por su repercusión en la viabilidad de
las poblaciones silvestres. Los efectos subletales suelen derivar de una exposición
prolongada a niveles de contaminantes que se sitúan por debajo del umbral de
toxicidad. Aunque normalmente no conllevan la muerte inmediata del animal, al
alterar su fisiología o comportamiento sí afectan a su eficacia biológica (a su capacidad de para dejar descendientes). Pese a que las concentraciones de metales en el vertido
de Aznalcóllar fueron muy elevadas, los estudios realizados con ejemplares
recolectados inmediatamente después del accidente mostraron que los niveles
alcanzados en los tejidos de la mayor parte de las especies de aves estudiadas
fueron subletales.
La bióloga Raquel Baos, gran conocedora del
impacto que causó el vertido, ha puesto de manifiesto que son los efectos a largo plazo los que
plantean mayores incógnitas, sobre todo cuando la exposición a los
contaminantes tiene lugar durante la fase de desarrollo, ya que pueden provocar
efectos latentes no detectables hasta que los individuos afectados alcanzan la
madurez reproductora. Esta investigadora señala que un producto químico no
tiene que ser necesariamente letal para considerarse perjudicial o dañino para
la salud; puede serlo por medio de efectos más sutiles dentro del organismo, por
ejemplo, alterando el sistema hormonal o el sistema inmune y provocando efectos a más largo plazo sobre la
reproducción.
Unas herramientas de uso
extendido en el estudio de los efectos subletales son los llamados biomarcadores, que pueden definirse como
cualquier cambio a nivel bioquímico, celular, fisiológico o de comportamiento
susceptible de ser medido en un organismo vivo que evidencie el efecto tóxico
de uno o más contaminantes. Ante la enorme dificultad de llevar a cabo un
amplio estudio de biomarcadores sobre todos y cada uno de los componentes de un
ecosistema surge la necesidad de identificar especies susceptibles de ser usadas
como “centinelas” o bioindicadores ambientales.
La función de estas especies
es la de alertar de los posibles riesgos que la exposición a los contaminantes
podría suponer tanto para la salud humana como para la del resto de seres vivos
del ecosistema. Para que una especie pueda ser considerada como “centinela” es
necesario que cumpla una serie de requisitos relacionados, entre otros, con su
sensibilidad al tóxico, con su distribución geográfica y con el nivel trófico que ocupe. Son muchas las especies de aves que cumplen estas condiciones y por eso son elegidas como bioindicadoras.
Canario utilizado como bioindicador de monóxido de carbono (CO). Fuente: US bureau of mines. 1928 |
El uso de las aves como
especies “centinelas” no es reciente. Por ejemplo, los canarios (Serinus canaria) han sido utilizados
durante siglos en las minas de carbón para detectar fugas de monóxido de
carbono en las galerías. Durante los años sesenta y setenta del siglo pasado, otras
aves recibieron especial atención como “centinelas” del DDT (un tipo de insecticida organoclorado) tras descubrirse que la exposición a este tipo de
sustancias provocaba el adelgazamiento de la cáscara de los huevos. Estos venenos provocaron el
declive de poblaciones de rapaces como el águila calva (Haliaeetus leucocephalus) o el halcón peregrino (Falco peregrinus) en EEUU, Canadá o
Reino Unido, así como el de varias especies de gaviotas, cormoranes o charranes
en la zona de los Grandes Lagos de Norteamérica.
Águila calva (Haliaeetus leucocephalus) |
Precisamente, dentro del mundo de las aves, las rapaces son
excelentes especies centinela ya que se conocen bien desde el punto de vista de su biología,
comportamiento y ecología, son fáciles de observar, viven en amplias áreas geográficas y pueden
acumular altos niveles de metales pesados y metaloides en sus cuerpos por su
condición de consumidores finales en la cadena trófica.
Halcón peregrino (Falco peregrinus) |
Boliden, la empresa sueca propietaria de la mina, se marchó de España en 2001 y dejó miles de toneladas
de zinc en Aznalcóllar. Se ha cifrado
en unos 500 millones de euros el dinero aportado por las administraciones
públicas para detener el impacto de la catástrofe y recuperar la zona. Sólo en
el transcurso del año 1998, se retiraron 7 millones de metros cúbicos de suelos
contaminados gracias al trabajo de casi 1.000 personas.
Aunque cueste creerlo, veintidós años después del desastre, la actividad ha vuelto la
mina. Tras un concurso convocado por la Junta de Andalucía para adjudicar la
explotación del yacimiento, la empresa Minera Los Frailes (Grupo México) ha iniciado gestiones para
su reapertura. Está a la espera de los permisos medioambientales de las
administraciones central y autonómica. La empresa prevé que en tres o cuatro
años pueda comenzar a extraerse metal.
Desde que la Junta anunció
su intención de reabrirla en 2013, los habitantes de Aznalcóllar han buscado en
la mina la solución al severo desempleo local (cercano al 30%). El nuevo proyecto
minero contempla que anualmente se generarán 170.0000 TM de concentrado de zinc, 50.000 de plomo y 20.000 de cobre.
La fase de explotación durará en torno a 17 años.
Se atribuye al político francés Camille Sée la frase "dicen que la historia se repite, pero lo cierto es que sus lecciones no se aprovechan”. Esperemos que esta vez sí hayamos aprendido la lección.
José Antonio López Isarría